viernes, 15 de enero de 2010

Carta a mi madre

Desde niño siempre actué según mis instintos, y aún cuando ello siempre trajo tu preocupación de madre, mi espíritu libre y siempre rebelde buscaba afianzar su dominio sobre sí mismo.

A lo largo de mi vida aprendí que muchas aventuras tienen un precio muy alto que pocos están dispuestos a pagar. Afortunadamente para mí, heredé el temple de los hombres moche. Sé que nunca te lo dije, pero estoy orgulloso de llevar en mi sangre la raza de mi madre. Me considero un legítimo hijo de su cultura y, el color de mi piel cobriza afianza mi cosmovisión acerca de mi destino.

Recuerdo siempre tus regaños por no haber sido jamás el hijo que esperabas, lamento enormemente el haberte dado tantas tristezas en pos de ese grito indomable que consumía mis entrañas !Libertad!

Lamento mucho las lágrimas que derramaste por mis desventuras en el amor, en los estudios, en mi apresurada paternidad. Y, aún cuando siento que siempre te falle y no dude en negarte el henchir de tu pecho por la dicha del buen hijo, siento que todo ello fue necesario.

Lo siento madre mía, pero creo que era necesario que no dejara de crecer.

Muchas veces con un sentimiento de culpa sobre la espalda, desee haber gozado del cobijo de otro vientre tan solo para ahorrarte las penas de haber tenido un hijo tan rebelde y desmedido con sus pasiones y sus necedades.

Creo que el verme crecer te hizo daño, quizás porque sabías que siempre elegía la situación más difícil, sabes bien que los retos me atraen.

Alguna veces llegue a sentir tanta pena, frustración y hasta rabia cuando te oponías a mis instintos naturales por descubrir la vida, sentía que me subestimabas, e incluso llegué a creer que me tomabas por tonto e ingenuo. Odiaba cuando solías decirme que era por mi propio bien.

Yo sabía que tenía la capacidad de decidir qué era lo mejor para mí, aunque, siento que no me sentiste realmente capaz de decidir. Jamás dudé de tu amor de madre, pero si lo hacía respecto de tu añeja cosmovisión acerca de la crianza de los hijos, incluidos tus apegos a Dios.

Creo que tu amor de madre te cegó y tu sentir era tan profundo que creíste hacer lo correcto al criarme tal cual lo hicieron contigo.

Entiendo que con una familia prominentemente católica, creíste que lo mejor era bautizarme como tal y que creciera bajo el yugo de curas, sacerdotes y monjas.

Nunca lo quise así para mí y lamento que ello te ponga triste.

No he olvidado la tarde de otoño en la que discutimos frente a una iglesia porque me sentí obligado a confesarme y comulgar. Para mí eran sólo ritos sin la menor importancia.

Por ello te dije que había decidido excomulgarme porque no fue una afiliación voluntaria. Aún así, te agradezco por todo aquello que me diste, ya que fue lo mejor que tenías - aún cuando no comulgaba con tus ideas y conceptos.

Sin más que decir salvo que como muchas cosas en vida que marcan un inicio, estás allí en la primera línea, todavía eres el sol de mi vida, la compañía de mis pasos y la fuerza de la gratitud y el amor que me impulsa a generarte el henchir de tu pecho por aquel hijo que sólo quiso vivir a su manera, tratando de aprender de sí mismo y a la vez de los demás.

Por ello mi hija lleva tu nombre, porque es la primera de mi línea sanguínea.

Quizás vuelva a tener hijos, no lo sé. Quizás vuelva a enamorarme, no lo sé. Quizás vuelva a hacerte compañía un día mientras oyes misa.

Quizás.

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